
«Y el nombre de la virgen era María» (Lucas 1,26-38).
Es el dulce nombre de María que pronunció el ángel Gabriel en la Anunciación, con tierna confianza de siervo mensajero de Dios, encargado de la custodia y guarda de su Señora, subrayando su santo nombre: «No temas, María…». El Señor escogió entre todas las criaturas la más perfecta, para ser Madre de su Hijo; como privilegio de esta maternidad la hizo inmaculada y arca de todas las virtudes, y eligió para Ella el nombre más hermoso, el de más bello significado, el más dulce entre todos los del lenguaje humano.
El dulce nombre que decimos en cada avemaría, y la creación entera se goza en repetir, «Nombre cargado de divinas dulzuras», como asegura San Alfonso María de Ligorio; nombre que sabe a mieles y deja el alma y los labios rezumando castidad, alegría y fervor: ¡María! Por medio de la que así es llamada, nos han venido todos los bienes y la pobre humanidad puede levantar la humillada cabeza y presentir de nuevo la cercanía de inacabables bienaventuranzas.
“¡Mira a la Estrella, invoca a María! … No te extraviarás si la sigues, no desesperarás si la ruegas, no te perderás si en Ella piensas. Si Ella te tiende su mano, no caerás; si te protege, nada tendrás que temer; no te fatigarás, si es tu guía; llegarás felizmente al puerto, si Ella te ampara. (San Bernardo)”
Siempre María, en cada una de sus advocaciones, atenta a las necesidades de todos. La misma María Madre de Dios y madre nuestra, con el color de piel, el idioma y el vestido de sus hijos. María de las letanías, causa de nuestra alegría, auxilio de los cristianos, consuelo de los afligidos, reina del santo Rosario.
Ina OP
